viernes, 30 de abril de 2010

¡¡HABEMUS BICI!!

Llevaba bastante tiempo buscando una bicicleta de carretera y estaba a punto de darme por vencido cuando desde Geonatura (mi tienda de confianza, por su excelente trato, su asesoramiento y de cuyo servicio de taller tan sólo puedo hablar maravillas), me invitaron a probar una de segunda mano que les acababa de llegar a la tienda, lo que acepté gustosamente.

La verdad es que el contraste de colores que tiene es muy llamativo, pero más curiosa todavía es la mezcla del cuadro (¿quizás Peugeot?), con unos cuantos años encima, montado con componentes actuales, como son los de la gama Shimano 105.


Desviador Shimano 105. De la misma gama son, también, frenos y cambios.

Una vez echado el primer vistazo, tocaba rodar. Nada más comenzar a pedalear con ella, me sentí muy cómodo. El pedaleo era suave y los cambios funcionaban de maravilla, por lo que aproveché para darle algo de caña por la carretera que va hacia la Universidad. También, probé los frenos, que respondieron de maravilla tanto en frenadas suaves como bruscas.

Ni que decir tiene que, nada más llegar a la tienda, pagué y pasó a ser mía. La bici tenía todo lo que yo buscaba; comodidad, ligereza y buenos componentes a un precio razonable.

Pero, claro está, siempre hay cosas que se pueden mejorar.
Mi primera idea tras rodar con ella fue que debía cambiarle el sillín, pues el que llevaba estaba duro como una piedra. De momento, y gracias, también, a Geonatura, estoy probando un WTB Laser que, a decir verdad, me está convenciendo por su comodidad y a que no he sufrido ningún adormecimiento durante salidas algo largas.


El sillín WTB Laser de prueba.

A pesar de todo, la primera modificación que llevé a cabo fue la de colocarle unos pedales automáticos Shimano. Podría haberle puesto unos mixtos, pero como mi idea es rodar con ella sólo por carretera y apenas cogerla por la ciudad, creo que es la mejor opción.

Como todos los mecanismos van perfectamente, el único gran cambio que haré será repintarla, no sólo por capricho, pues así podré quitarle el óxido que tiene en algunas partes del cuadro.
También, me gustaría actualizarle la potencia. La que lleva ahora mismo es antigua, fija, y éstas no son de mi agrado por que no permiten regulación alguna.


Otras mejoras será calzarla con neumáticos nuevos, renovarle la cinta del manillar y... no sé... creo que eso es todo.

Y, claro, en algún momento dado, le tendré que dar un buen tute para irnos conociendo mejor... Para ello, voy a participar en la VII Marcha Juan Martínez Oliver, en la cual participará el mismísimo Miguel Induráin.
No me veo yo superando a "Big Mig", pero con no quedar el último en los 12 kilómetros libres, me conformo.
De todas formas, estoy feliz cual lombriz porque ya tengo una buena herramienta para iniciarme en lo de rodar sobre asfalto y, como ya me han avisado, sufrir de lo lindo subiendo cuestas.
¡Nos vemos por los caminos (o por las carreteras)!

viernes, 16 de abril de 2010

GRANADA - ALMERÍA (2ª Parte)

Día 3
Pitres – Trevélez – Cádiar – Válor –Laroles

Tras desayunar y poner a punto las bicis, salimos de Pitres en dirección a Trevélez sobre las nueve y media de la mañana.
Debíamos recuperar la altitud perdida el día anterior, por lo que, de nuevo, sería un día lleno de duros desniveles.

Hiedras sobre un árbol.
Al poco de comenzar a rodar, tras las suaves bajadas de Pórtugos, empecé a olvidarme de lo exigente del trazado y me dediqué a disfrutar del paisaje, de las impresionantes vistas de los valles de más abajo, de los sonidos del campo y de los olores que inundaban el ambiente. Sobre nosotros, de los neveros de nieve y de las cumbres heladas brotaban infinidad de torrentes.
Las subidas, aunque constantes, no eran tan exigentes como las del día anterior. Curro, con su increíble ritmo, se convirtió en una especie de referencia a lo lejos, un mero puntito sobre el asfalto.

Estando en pleno éxtasis paisajístico, el cambio comenzó a darme la lata. No había manera de que cambiara al plato más pequeño, por lo que me vi obligado a detenerme y arreglar el problema.
Durante la parada, apareció por la carretera un hombre mayor a lomos de una bicicleta de carretera con los mismos años que yo. Un leve saludo y lo vi alejarse al tiempo que yo comenzaba, de nuevo, a pedalear.
Al poco tiempo, pude verle parado a un lado de la carretera. El hombre estaba mirando el suelo y, de vez en cuando, se agachaba para recoger algo (¿castañas? Las cunetas estaban llenas de ellas, aún en su recubrimiento espinoso).
Le superé cuando volvía a montarse sobre su máquina. De nuevo, un educado saludo y comencé a alejarme de él… O eso creía yo hasta que escuché cómo se acercaba rodando a un ritmo más que alegre. Miré hacia atrás justo a tiempo para ver cómo aquél hombre llegaba a mi altura.
- A Trevélez, ¿no? – me preguntó.
- Sí.
- Vais todos al mismo lado –aseguró.- Bueno, pues ánimo y con tranquilidad.
Acto seguido, cambió de plato y, en menos de doscientos metros, le perdí el rastro.

Trevélez.

Llegué a Trevélez, donde me reuní con Curro, que estaba llenando sus bidones en una fuente. Yo le imité y, a continuación, nos dimos una vuelta por el pueblo para buscar una tienda donde comprar unas cosas.
Cabe recordar que Trevélez es el pueblo más alto de Europa, aunque, hablando en términos puramente cicloturísticos, es más famoso por sus jamones, cuyos secaderos están presentes en varios puntos de la localidad. Curro sugirió la posibilidad de llevarnos uno “para la familia”, pero decliné la idea porque, en tal caso, no llevaría a Almería mas que las pezuñas del susodicho (deliciosos bocadillos que nos hubiéramos metido en el cuerpo en tal caso).

Una vez abandonamos Trevélez (dejando atrás sus estupendas tentaciones culinarias), escalamos una corta subida para llegar a una elevación desde la que podíamos divisar a un lado Sierra Nevada, que comenzábamos a dejar atrás, y al otro los terrenos menos boscosos que nos conducirían hacia Cádiar. Era una especie de frontera no definida entre la alta montaña, con su frondosa vegetación, y el llano, casi desprovisto de cualquier elemento vivo de color verde.

Paisaje a un lado...
... y al otro.

El camino a Cádiar se me hizo bastante corto, pero entretenido, con divertidas y excitantes bajadas a gran velocidad y algún terreno llano desde el que disfrutaba del paisaje que me rodeaba.
Llegamos al pueblo sobre las dos del mediodía y, aunque compramos algo de comida, decidimos parar a comer más adelante, por lo que continuamos hasta Juviles, a donde llegamos sin ninguna dificultad.
Pero Juviles nos hizo enfrentarnos a la prueba más dura del día; un camino estrecho, rocoso y complicado que parecía destinado más a una bicicleta de descenso que a una rutera. El avance se hizo dolorosamente lento. Doloroso porque, mientras empujaba la bici para avanzar, me resbalé y mi rodilla derecha impactó de lleno contra el saliente de una roca. No manó sangre y sólo me hice un rasguño, pero el dolor del golpe me acompañó durante horas (y me preocupó bastante ya que es mi rodilla “mala”, que me ha dado más de un quebradero de cabeza).

El camino entre rocas de Juviles.

Tras superar aquél escollo, continuamos pedaleando hasta llegar a un olivar a la entrada del pequeño pueblo de Yátor, donde nos paramos a comer, ya que nuestros cuerpos pedían alimento y algo de descanso a gritos. Bocadillos y una pequeña siesta tirados sobre el suelo fueron suficientes para cargar las pilas y volver a dar pedales.

A la salida de Yátor, variamos un poco la ruta para no encontrarnos con desprendimientos de tierra… ¡y nos encontramos con desprendimientos de tierra! Pero ya veníamos avisados al respecto, por lo que sólo teníamos que limitarnos a cruzar los montones de tierra y los cortados que nos encontrábamos al paso empujando las bicis.
Llegamos a la curiosa ermita de Montenegro, donde llenamos nuestros bidones de una fuente que brotaba de uno de sus muros y, tras la pertinente sesión fotográfica, vuelta a rodar, pasando por la localidad de Yegen.

Desprendimiento cerca de Montenegro.

Seguimos la ruta disfrutando de algunos puntos muy interesantes, como el pueblo de Válor, la patria de Abén Humeya, el último rey de La Alpujarra, con su milenario puente romano.
A esta localidad llegamos por carretera ya que el rutómetro era algo confuso y decidimos que lo mejor era saltarnos esa parte (apenas unos cientos de metros) para evitar perdernos.

Una serie de suaves subidas nos llevaron hasta Nechite, un pueblo bien bonito y curioso, en cuyas estrechas y blancas calles perdí el rastro de Curro, el cual recuperé gracias a las indicaciones de una simpática camarera.

A un lado del sendero de tierra que estábamos siguiendo, pastaban dos hermosos caballos que apenas nos prestaron atención mientras los fotografiábamos.
Bajamos hacia un valle por un camino de piedras… y, ¡sorpresa!, nos encontramos con que alguna crecida del río se ha llevado por delante el pequeño puente que teníamos que cruzar.
No había manera posible de vadear el río con seguridad, ya que la corriente era bastante fuerte, por lo que, resignados, tuvimos que volver sobre nuestros pasos (cruzándonos, de nuevo, con los caballos que seguían a lo suyo.
Pensamos en las diferentes opciones que teníamos para continuar la ruta y apostamos por llegar a Válor por asfalto. La noche se nos estaba echando encima y no podíamos perder más tiempo.

Colega, ¿dónde está nuestro puente?

La subida hacia Mairena se me antojó inacabable ya que las molestias en la rodilla comenzaron a aumentar hasta que cada pedalada con mi pierna derecha se convirtió en una tortura. Curro había desaparecido de mi vista hacía un buen rato avanzando a un ritmo que no fui capaz de seguir y el frío comenzó a notarse de veras, pero aun así, seguí dando pedaladas.

Una vez superados Mairena y Júbar, Laroles apareció en la lejanía. Antes de llegar, tuve un pequeño descanso para mis piernas en forma de una suave bajada para, a continuación, afrontar una intensa subida que continuaba por el mismo pueblo.

Laroles con su única nube.


Laroles es el último pueblo de Granada por el que pasaríamos. Estaba a un paso de Almería, mi tierra, y eso me hizo sentir cierta alegría.
Me detuve en una tienda para comprar algunas cosas con las que prepararme la cena más adelante. Imaginaba que Curro estaría ya en el camping que, según los indicadores, se encontraba a trescientos metros más arriba.
A la salida de Laroles, una señal rezaba “PUERTO DE LA RAGUA. ALTITUD 1990”.
Justo cuando comenzaba a pedalear de nuevo tras fotografiar dicha señal, Curro apareció descendiendo por la carretera y anunció que el camping (que, en realidad, se encontraba a más de un kilómetro de distancia) estaba cerrado, por lo que, de nuevo, tuvimos que volver a improvisar para buscar un lugar donde pasar la noche.

Puerto de la Ragua. Ya iba quedando menos...

Una vez encontramos alojamiento, desmontamos las alforjas de nuestras bicis y, entonces, vi que la bolsa del manillar tenía un enorme agujero en el lateral (gracias a Dios, no perdí nada), por lo que tuve que deshacerme de ella y reorganizar su contenido en las demás bolsas.
Curro salió a cenar en un bar cercano, pero yo me quedé en la espaciosa habitación, comiéndome un par de bocadillos y dándole un más que merecido descanso a mi rodilla y a todo mi cuerpo.
La jornada siguiente se presentaba dura y bien merecía reservar energías…

Resumen Día 3
Distancia: 71’5 Km
Tiempo total: 6h 37m
Velocidad media: 10’79 km/h
Velocidad máxima: 73 km/h


Día 4
Laroles – Láujar de Andarax – Instinción

Al levantarme por la mañana, percibí que la rodilla, aunque bastante mejor, estaba lejos de estar perfecta. Aun así, me sentía lleno de optimismo. ¡Almería estaba a la vuelta de la esquina!

Los dependientes del lugar donde pasamos la noche parecían no querer dejarnos marchar, porque nos sirvieron un desayuno que perfectamente nos hubiera servido de comida y cena. La mesa estaba abarrotada de tostadas, frutas, galletas… Un festín, vamos.
También, conocimos a un grupo de ciclistas que estaban recorriendo la misma ruta, pero en sentido contrario (la de cuestas que iban a sufrir).

Una vez en marcha, nuestro primer destino era Bayárcal, ya en tierras almerienses. Para llegar allí, tuvimos que subir durante kilómetros y kilómetros sin apenas descanso.
Durante aquéllas primeras rampas, el dolor de mi rodilla fue en aumento, hasta el punto de que pensé en abandonar… Pero comencé a animarme a mí mismo recordando los escollos que ya había superado. “Después de lo que he pasado para llegar aquí, éstas montañas no me vencen, por mis cojones que no.”

Una vez superé las primeras subidas… tuve que luchar contra el fuerte viento lateral que soplaba en la zona.
Tras una bajada que no fue tal debido a la fuerza del aire, me enfrenté con la que, sin duda, fue la parte más difícil del día, una ascensión en zigzag por una ladera en la que el viento soplaba con unas rachas terriblemente fuertes.
Tal es así que, en plena subida, una de éstas me tiró al suelo, golpeándome la rodilla derecha por segunda vez.
Me detuve un momento para soltarle toda clase insultos al dios Eolo, que me tenía un poco hasta ciertas partes, y continué la marcha una vez me cercioré de que todo marchaba (más o menos) bien.

El viento soplando en Sierra Nevada. Lo que parecen ser nubes en realidad son partículas de nieve desprendidas por las rachas de viento.

Cruzamos Bayárcal, el primer pueblo de la provincia de Almería que nos encontramos, también, de forma ascendente, después de lo cual, se suceden un par de repechos de menor entidad, pero rodeados de pinares y de alguna que otra corriente de agua.

Ya en la provincia de Almería el paisaje no dejaba de ser espectacular.

A continuación, comenzamos una nueva subida, aunque no tan dura como las anteriores, en busca de Paterna del Río.
El ritmo, a pesar del dolor, era bueno y conseguía mantenerme a poca distancia de Curro.
Tras una divertida bajada a toda velocidad por una pista entre pinares, llegamos a Guarros, cuyo puente había sido destruido por una riada, aunque pudimos pasarlo sin mojarnos los pies. Volvimos a recuperar cota para, después, perderla en una divertida bajada hacia Láujar de Andarax.

Viñedos en Láujar de Andarax.

Durante siglos, Láujar de Andarax vivió de la uva. Más bien, una mitad de Almería vivía de ello mientras la otra mitad se dedicaba a la minería. Pero ambas actividades tenían el mismo punto de salida: Almería.
Hace poco más de un siglo, hectáreas de viñedos cubrían el paisaje. Una vez recolectada, la uva se metía dentro de unos barriles que eran transportados por barco por el río Andarax hacia la capital, desde donde, conservada en barriles de madera, era llevada al Reino Unido y otros países europeos.
La recolección de la uva era el eje central de cientos de negocios que, de un modo u otro, estaban relacionados con su procesamiento (yo mismo trabajo en lo que en aquélla época era una fábrica de barriles para su transporte).
A finales del siglo XIX, una plaga de filoxera atacó los viñedos y la zona nunca pudo recuperar su máximo esplendor, del cual existen vestigios en forma de impresionantes casas señoriales.
Actualmente, Láujar de Andarax produce a mediana escala unos caldos de excepcional calidad, de los cuales cabe resaltar su vino blanco.

Curro y yo no pudimos deleitarnos con dichas bebidas (en mi caso, porque no bebo alcohol), pero sí con las estupendas construcciones que adornan la localidad. También, nos detuvimos a comprar algo para comer más tarde y darle un poco de aire a mi rueda trasera, que parecía algo desinflada.

Una vez en movimiento, seguimos descendiendo gradualmente, con alguna que otra rampa sin dificultad.
A estas alturas, mi rodilla se había estabilizado; aunque seguía con molestias, el dolor no era tan exagerado como por la mañana temprano. Además, el viento había dejado de soplar hacía unas horas.
Pasamos Fondón, cuyas dos iglesias, una junto a la otra, levantaron mi curiosidad (¿Por qué dos edificios tan grandes, parecidos y con el mismo fin en un pueblo tan pequeño?).

Las vistas tras pasar Fondón.

Fue a las afueras de esta población donde nos paramos a comer y descansar.
A lo lejos, podíamos ver las cumbres heladas de Sierra Nevada… Y, a la vista de aquélla imagen, me di cuenta de que habíamos cruzado La Alpujarra. Me invadió la sensación de que ya estaba todo hecho. No teníamos más que limitarnos a llegar a Almería.

La ruta proseguía por un camino de tierra que, de cuando en cuando, tenía la dificultad añadida de algún gran charco o un pequeño barrizal.
Tras una serie de pequeñas subidas, comenzamos a ver Instinción. Más allá, el desierto se extendía durante kilómetros con un monótono color marrón de tonos claros.

Curro bordeando un charco.

Llegamos a Instinción a una buena hora para poder seguir un poco más y buscar un buen lugar donde plantar la tienda.
De repente, vuelvo a pinchar la rueda trasera. Es la tercera vez en cuatro días y el asunto comienza a mosquearme. Sólo había pinchado una vez en todas mis salidas anteriores.
Mientras esperamos a que se abra la única tienda del pueblo para comprar la cena, aprovecho para cambiar la cámara… y descubro que ésta, también, está tocada, por lo que me veo obligado a hacer uso de la última en buen estado que llevaba conmigo (las parcheadas no gozaban de mi confianza).

Una vez solucionado el problema, comenzamos una subida… y ¡volví a pinchar! El asunto dejaba de ser una anécdota para convertirse en un verdadero problema; estaba oscureciendo rápidamente y Curro, que había seguido ascendiendo, tuvo que volver para ver qué me ocurría, tras lo cual decidimos (gritándonos desde el extremo de un valle al otro) que él siguiera adelante y buscara un lugar donde acampar mientras yo arreglaba la rueda.
Al poco de comenzar, me di cuenta de que era algo inútil, por lo que, finalmente, me vi en la obligación de empujar la bici cuesta arriba a toda prisa ya que se había hecho de noche y no era cuestión de tropezarme con algún problema más (en forma animal o de barranco).

Llegué donde estaba esperándome Curro y, tras cenar, montamos la tienda de campaña y nos preparamos para dormir.
Antes de acostarme, mi cabeza era un hervidero. No tenía más cámaras nuevas y Curro sólo llevaba una consigo, y no era cuestión de ponérsela a mi rueda para que luego pinchase él, ya que, al día siguiente, tendríamos que encarar muchos kilómetros en ascensión por pistas de tierra en dirección a Énix.
Demasiados problemas para tan pocas soluciones…

Resumen Día 4
Distancia: 63’720 Km
Tiempo total: 5h 32m
Velocidad media: 11’39 km/h
Velocidad máxima: 49 km/h


Día 5
Instinción – Alhama de Almería – Almería

Tras despertarnos y recoger el campamento, me puse manos a la obra para arreglar el pinchazo de la tarde-noche anterior.
Mientras lo hacía, llegué a la triste conclusión de que lo más sensato era que yo siguiera por carretera. Así, al menos, minimizaría las posibilidades de volver a pinchar, ya que, de seguir ascendiendo, podría encontrarme en la tesitura de estar a kilómetros del pueblo más cercano y, aun así, eso no era garantía de que en ese pueblo vendieran parches.
Lleno de rabia, le comuniqué mi elección a Curro, que, entendiendo lo difícil que me había resultado llegar a ella, estuvo de acuerdo en que era lo mejor.
Así que, tras una breve despedida, comencé el descenso hacia la carretera mientras Curro comenzaba una dura subida que lo llevaría a ver Almería desde lo más alto.

Tras enlazar con la carretera, dirigí mis pedaladas hacia Íllar… pero ¡volví a sufrir pinchazo!
Había llegado al límite. Era obvio que tenía un problema grave y que, de no hacer nada, incluso estaría en duda llegar a Almería por la tarde. Así que, enrabietado, desmonté las alforjas y puse la bici con las ruedas mirando el cielo.
Desmonté la rueda por completo y comencé a examinar cada elemento, radios, cubierta… Todo parecía estar en orden. Finalmente, tras echar mano de una de las cámaras parcheadas y no obtener ningún éxito, hice lo único que podía hacer; autostop.

Hacía años que no elevaba el pulgar en una carretera, así que, tras el fracaso de los primeros coches, comencé a pensar que aquello era una inutilidad; ¿quién iba a querer cargar conmigo y, además, con una bicicleta? Demasiado espacio…, pero, para mi sorpresa, una furgoneta pequeña se paró en el arcén y de ella salió un hombre mayor que me preguntó qué problema tenía y, tras una breve explicación, se ofreció a acercarme hasta Alhama de Almería, donde conocía un taller donde podrían echarle un ojo a la rueda trasera. Metí la bici y las alforjas en la parte trasera del vehículo y emprendimos la marcha.
Durante el trayecto hasta Alhama, conversamos acerca de mi viaje y de las posibles causas de los malditos pinchazos.
Una vez en el pueblo, aquél hombre tan afable, no sólo me llevó al taller sino que, al ser buen amigo del mecánico, le urgió para que me repara el problema cuanto antes, como así hizo. En menos de quince minutos, estaba de vuelta en movimiento…, pero con una mezcla de sentimientos que abarcaban desde la rabia hasta la felicidad del simple hecho de estar de nuevo pedaleando sobre la bici y en camino hacia la capital almeriense.

Antes de salir de Alhama, pensé en la posibilidad de retroceder hacia un cruce que me conduciría hasta Énix, un pueblo por el que Curro tendría que pasar en su camino hacia Almería, para así volver a unirme a él, pero, tras sopesar los pros y las contras, decidí seguir por asfalto. No era lo más seguro, ya que se trata de una carretera que, en sus últimos kilómetros, tiene bastante tráfico, pero estaba obsesionado con la posibilidad de volver a pinchar (paranoias, normal después de pinchar más de 4 veces en menos de día y medio…).

Vista de las montañas de Instinción y Alhama desde la carretera.

Así pues, mientras avanzaba sobre el asfalto, podía admirar a mi derecha las elevaciones con las que hubiera tenido que enfrentarme de haber estado en condiciones (y por las que Curro estaría sudando la gota gorda en aquéllos momentos).
Me resigné a mi mala suerte y seguí por carretera, con un paisaje árido y desértico y con algún que otro grupo de invernaderos, algo que no se parecía ni por asomo a las impresionantes vistas que hubiera tenido de haber podido subir…
Poco a poco, los edificios comenzaron a ser una constante hasta que, finalmente, la carretera transcurría entre polígonos industriales. Al menos, no tenía que pedalear mucho, ya que la bajada era prácticamente constante, con algún que otro aburrido llaneo.

El mar de invernaderos comienza casi en las montañas.

Una vez crucé Huércal de Almería, me encontré con que estaba en la subida que me llevaba al centro de la ciudad: Había llegado a Almería.
La alegría del momento tuvo un sabor agridulce. Me lamentaba una y otra vez por mi mala pata, por no haber acabado el viaje como se merecía…
Entonces, comprendí que estaba cometiendo un gran error al no saber juzgar el esfuerzo que había hecho para llegar allí. Aquél horrible día no era sino el último de una estupenda aventura de cinco. Las otras cuatro jornadas habían sido espectaculares, duras, pero con una belleza que desbordaba el concepto de cualquier adjetivo.
Había disfrutado de la naturaleza, respirado aire puro, sufrido en las subidas y disfrutado como un niño en las bajadas, durmiendo en lugares donde nadie lo había hecho antes…, todo ello en buena compañía. Incluso todos los inconvenientes previos entraban a formar parte de la aventura.
Al hilo de estos pensamientos, volví a pedalear con más fuerza. Estaba en Almería. Había llegado a casa.

Resumen día 5
Distancia: 32’10 Km
Tiempo total: 2h 37m
Velocidad media: ?
Velocidad máxima: ?

martes, 13 de abril de 2010

GRANADA - ALMERIA (1ª Parte)

Día 1
Granada -Nigüelas - Lanjarón

Apenas había dormido unas horas por culpa de los nervios de la salida y las últimas revisiones del material y de la bicicleta, pero me desperté a las seis. A las siete y media partí en dirección a Granada.

Ya desde el autobús, el paisaje que se veía ante mí era increíblemente bello; Granada envuelta por una niebla espesa y, alzándose desde la bruma, Sierra Nevada reinando desde las alturas.
Una vez llegado a la estación, y tras poner a punto bici y alforjas, decidí hacer un poco de turismo por la ciudad ya que Curro llegaría un par de horas más tarde.
El día, aunque soleado, era fresquito y, debido al comienzo de las vacaciones de Semana Santa, las calles de Granada eran un hervidero de gente.
No sé qué es lo que tiene aquélla ciudad que siempre me ha cautivado. Tal vez sea por la historia que se respira por cada una de sus calles o por la vitalidad que exhibe a diario. Recorrí algunos de sus lugares más emblemáticos, como la Catedral, con sus elaborados voladizos y su imponente estampa, el arco de Puerta Elvira, y la Basílica de San Juan de Dios.
Detalle de los voladizos de la catedral de Granada.
Mi burra junto a otra burra, en la Plaza de la Romanilla.

Volví a la estación de autobuses sobre las doce para reunirme con Curro.
Siempre había pensado que era murcianico, pero me equivocaba. “Soy del norte; del norte de Cádiz”, me corrigió sonriendo.
Ambos aprovechamos los últimos minutos antes de la partida para hacer los últimos ajustes. Yo me coloqué un maillot de manga larga y revisé el equipaje por última vez.
Una vez estuvo todo listo, salimos de la antigua capital del reino nazarí a lomos de nuestras monturas de acero en dirección a Nigüelas.

Los primeros kilómetros, aunque por asfalto, no eran para nada monótonos. A nuestra izquierda podíamos ver las impresionantes moles de roca y nieve que se alzaban sobre el paisaje llano. El pensamiento de que nosotros tendríamos que superar aquéllas montañas para llegar a La Alpujarra rondaba por mi cabeza continuamente.
Efectuamos nuestra primera parada a un lado de la carretera nacional N323a, la cual tendríamos que seguir hasta Nigüelas. Las primeras fotografías no podían tener mejor objetivo: Almendros en flor en un primer plano con las nevadas cumbres de Sierra Nevada de fondo.

Nigüelas es un pueblo encantador situado en las faldas de una montaña. Es de reseñar su iglesia, con un estilo y planta parecidos al de las demás construcciones religiosas que nos iríamos encontrando por el camino, algo que me llamó la atención y en lo que no había reparado la primera vez que rodé por la zona.
Curro sonriendo a la entrada de Nigüelas. El pobre no sabía lo que le esperaba...

Fue en la plaza de este edificio donde aprovechamos para recargar los bidones de agua y donde se nos acercó un niño que, como señaló Curro, era un auténtico rutómetro viviente.
A la salida de la población, pasamos un puente sobre el turbulento río Genil. Las aguas, que nacen del deshielo en las altas cumbres, bajaban horriblemente sucias, dejando atrás cualquier signo de blancura de cuando eran nieves en lo alto de las montañas.
Nada más pasar este punto, se alzaba ante nosotros la primera prueba de nuestra travesía; una subida de cuatro kilómetros.
Estaba claro desde un principio que llegar a la cima no iba a ser nada fácil. Las ruedas derrapaban continuamente y los neumáticos apenas conseguían agarre. De vez en cuando, algún que otro sobresalto por un caballito sobre la rueda trasera al intentar pedalear.
Finalmente, Curro y yo nos vimos forzados a realizar parte de la pendiente empujando nuestras máquinas.
Hubo momentos en los que dudé si tanto sufrimiento valdría la pena… Pero yo ya conocía la respuesta de antemano. Estábamos en el lugar más bello del mundo, que, a buen seguro, nos deleitaría con su belleza y tesoros naturales, y más en un día soleado y caluroso como aquél.
Y así fue; las espectaculares vistas del Valle del Lecrín me dejaron boquiabierto. Allá abajo, Nigüelas parecía una pequeña maqueta dispuesta sobre una alfombra multicolor.

Nigüelas visto desde la cima de la subida.

Reanudamos la marcha tras disfrutar y fotografiar el paisaje que se extendía a nuestros pies.
El placer de rodar a buen ritmo aumenta con la sucesión de subidas y bajadas entre pinares. El agua corría por todas partes en forma de pequeños manantiales, arroyos y espectaculares cascadas rodeadas por una vegetación exuberante. Uno de los riachuelos que tuvimos que vadear nos hizo mojarnos los pies.

Yo, con cara de no haber sufrido demasiado... todavía.

En un momento dado, divisamos una mancha de color blanco en el fondo del valle; Lanjarón.
Comenzamos una divertidísima bajada, pero, al poco tiempo, sufrí un pinchazo que me hizo quedar atrás. Mientras lo arreglo, aparece Curro que ha venido en mi busca al ver que no le seguía. De vuelta a dar pedales, proseguimos el rápido descenso en busca del pueblo, famosos por los múltiples beneficios de sus aguas.

De camino a Lanjarón.

Das una patada en el suelo y sale el agua a chorros.

Lanjarón es un pueblo dedicado casi por completo al turismo, a pesar de lo cual, conserva gran parte de su encanto.
Compramos algo de comer y llenamos, de nuevo, nuestros bidones en una fuente de la que manaba agua fresca y pura de las entrañas de la tierra.
Está anocheciendo rápidamente, así que Curro y yo decidimos seguir el rutómetro un poco más y buscar un lugar donde instalar la tienda de campaña.
Una vez superada una subida algo severa (un mero aviso de lo que nos encontraríamos al día siguiente), nos instalamos en una era de olivos, parapetados tras una gran roca y ocultos (no muy eficientemente) entre los árboles.

Tras montar el campamento, cené un poco y, tras poner en orden mis bártulos, me metí rápidamente dentro de la tienda de campaña. La noche era fría. Podía oír perros ladrando en la lejanía y el rumor de una cercana corriente de agua. Por lo demás, todo era silencio.
Me acurruqué dentro de mi saco de dormir y me dispuse a recuperar energías para el día siguiente.

Resumen Día 1
Distancia: 58 Km
Tiempo total: 4h 33m
Velocidad media: 12’7 km/h
Velocidad máxima: 49 km/h


Día 2
Lanjarón - Pampaneira - Bubión - Capileira - Pórtugos - Pitres

La etapa más dura del viaje.
Fallamos para llegar hasta Trevélez, nuestro primer objetivo, por un error a causa del cambio de hora del sábado por la noche. Pensábamos que salíamos a las 9:10 cuando, en realidad, eran las 10’10. Un error pequeño, pero que, a la postre, marcó el desarrollo del día.

Lanjarón.

Tras desayunar y desmontar el campamento, salimos a buen ritmo de nuestro escondrijo cerca de Lanjarón, y comenzamos el día ascendiendo una pista no muy complicada.
El día se presentaba tan espectacular como el anterior, con sol y temperaturas agradables.
Al poco de dejar Lanjarón atrás, divisamos en una montaña la población de Cañas, a la cual no entraríamos, ya que así lo indicaba el rutómetro. A lo lejos, también, divisamos Órgiva, lo que me indica que estamos cerca del Valle del Poqueira.

Desde las alturas, se acentúa la sensación de que Órgiva es un pueblo muy coqueto, todo rodeado de verde y bordeado por un río.

Poco a poco, empezamos los dieciséis kilómetros de subida que nos esperaban para alegrarnos el día. Los pinos comenzaron a ser parte del paisaje a medida que avanzábamos. Más allá, arriba, las cumbres nevadas de Sierra Nevada se nos antojan inalcanzables.
El camino que seguimos es bien curioso. Comienza siendo un camino rural de tierra, luego hay un tramo asfaltado no hace mucho y, de nuevo, tierra y polvo.
A medida que pasan las horas, comencé a no encontrar un buen ritmo sobre la bici, mientras Curro ascendía como un cohete, por lo que, de vez en cuando, se detiene a esperarme. En una de ésas paradas para que le alcance, en torno al mediodía, comimos algo para llenar el depósito y seguir adelante.
En un momento dado, cruzamos un silencioso bosque de árboles muertos y ennegrecidos, huellas evidentes de un incendio no muy lejano en el tiempo. Aun así, aquí y allá surgen manantiales de agua como si nada hubiera pasado.

El bosque quemado con Sierra Nevada al fondo.

Al cabo de un rato, la subida se tornó en una nueva y emocionante bajada a toda velocidad por los montes… Tal era la cantidad de adrenalina que corría por nuestras venas que nos olvidamos de mirar el rutómetro y tuvimos que volver a desandar un pequeño tramo para volver a la ruta.
Una vez subsanado el error de orientación y tras seguir las indicaciones de un agricultor, nos encontramos con que el camino a seguir es un camino estrecho y no muy de fiar, donde el avance se antojó más lento de lo que en realidad fue. Pero era cuestión de elegir entre ir rápido, tropezar y despeñarse o ir lento y salir de una pieza.
Mientras nos abríamos camino a paso de tortuga por una ladera, en la ladera de una montaña imponente, vimos lo que nos esperaba a continuación; otra subida en un paisaje idílico en el que aparecían, incrustados sobre la roca como tres neveros blancos, Pampaneira, Bubión y Capileira.
Nos reincorporamos de nuevo a la civilización en forma de una carretera asfaltada, empinada y dura, hasta llegar a Pampaneira, donde paramos para comer algo.

De abajo a arriba, Pampaneira, Bubión y Capileira.

Tras saciarnos hasta reventar con la gastronomía alpujarreña (¡Viva el colesterol!), volvimos a ponernos en camino.
Dejamos atrás Bubión y, tras pasar Capileira y tomar la bajada hacia el área recreativa de Pórtugos, decidimos acelerar el paso para llegar a Trevélez antes del anochecer.
Para entonces, se nos estaba haciendo evidente que los tiempos no nos cuadraban. Poco después, fuimos totalmente conscientes del error cometido; había salido una hora tarde.
A pesar de todo, el ritmo era muy bueno… hasta que volví a pinchar. La oportunidad de llegar hasta Trevélez acababa de llegar a su fin. Curro llegó a la conclusión de que la mejor opción era bajar hasta Pórtugos, que podíamos divisar desde arriba, y continuar hacia Pitres, donde, según señalaban nuestras guías, existía un camping. Yo estaba de acuerdo con él ya que la noche estaba cayendo rápidamente sobre nosotros.
En nuestro descenso, nos cruzamos con unas cuantas vacas que pastaban sin mucho entusiasmo mientras Curro las fotografiaba… y recordé una noticia que había leído el día antes de mi partida: Hay más ataques de vacas que de toros bravos. Viendo a Curro tan próximo a aquéllos animales no era un buen momento para recordar dicha estadística…
En Pórtugos, volvimos a equivocarnos y lo que había sido una excitante bajada por asfalto, se convirtió en la penúltima tortura del día ya que uno no estaba para muchas esfuerzos a esas alturas.

Pinares y nieve antes de tomar el desvío hacia el área recreativa de Pórtugos.

Justo cuando encontramos la entrada del camping, a las afuera de Pitres, eché un vistazo a la hora que marcaba mi cuentakilómetros; las 9:01.
Me bajé de la bici y llamé a la puerta de la recepción, en la que podía leerse el horario; cerraba a las nueve de la tarde. “No creo que nos puteen por un par de minutos”, pensé al escuchar ruido dentro del local.
De repente, una mujer abrió la puerta y, sin darnos casi tiempo a decir nada, exclamó:
- ¡Está cerrado! ¡Se cierra a las nueve!
Y volvió a cerrar la puerta, eso sí, aconsejándonos antes un hotel…
Curro y yo nos quedamos sorprendidos ante lo que nos acababa de suceder, pero teníamos que movernos rápido si queríamos dormir sobre un techo y poder ducharnos.
Volvimos al pueblo, donde, finalmente, encontramos alojamiento para nosotros y nuestras monturas.

Tras cenar de forma civilizada, me duché para quitarme de la piel de aquélla masa compuesta por polvo del camino, piedrecitas y algún que otro bicho alpujarreño. Un día más con eso encima y me hubiera convertido en una especie de yeti, pero con suciedad en lugar de pelo.

Resumen Día 2
Distancia: 61’610 Km
Tiempo total: 6h 30m
Velocidad media: 9’46 km/h
Velocidad máxima: 49’55 km/h

jueves, 8 de abril de 2010

¡¡SIGO VIVO!! (por si lo dudábais, ¡je, je, je!)

Pues sí, sigo vivito y coleando.

Decidí desconectar del todo durante mis vacaciones (¡qué cortas se me están haciendo!) para volver con las baterías cargadas al 200% y con ideas nuevas para futuros artículos.
Además, pronto anunciaré novedades para ver fotos y vídeos relacionados con el mundo de las dos ruedas (sin motor).

De momento, el lunes próximo os pondré los dientes largos con la primera parte de mi crónica del viaje por La Alpujarra.

Así que, ¡tranquilidad en las masas!
Estaré de vuelta en unos días para manteneros al tanto de mis rodadas y de las novedades que hayan surgido durante mi (corta) ausencia.
La vida es como andar en bicicleta.
Para mantenerte en equilibrio,
tienes que seguir moviéndote.

Albert Einstein