miércoles, 11 de agosto de 2010

TREKKING POR EL CABO DE GATA

Un vacío había ido creciendo en mi interior en las últimas semanas. Sabía lo que era, pero, por diversas razones, no podía centrarme en él por lo que intenté ignorarlo durante un tiempo, por lo que aquél vacío dio paso a la ansiedad: Cada célula de mi cuerpo fue invadida por una necesidad imperiosa que no conocía la negativa por respuesta.
Así que, cuando el pasado miércoles me desperté de repente en mitad de la noche, me dije a mí mismo que había que solucionar aquello. Alcé un poco más la voz y dije:
- Ha llegado el momento de salir a dar una vuelta.

El problema era que Claudia, mi bici de montaña, estaba en el taller debido a un problema en el pedalier y no estaría lista para el fin de semana, por lo que puse mis ojos sobre la flaca de carretera…, pero ésta carece de los ojales para anclar el trasportín.
La única opción era el trekking; caminar de un lugar a otro.

El destino, el Cabo de Gata, no es el mejor lugar del mundo para hacer trekking, y menos en verano con 40º que te abrasan durante todo el día. Es como un horno encendido las veinticuatro horas.

Aproveché la tarde del jueves para revisar el material, organizarlo y comprar algunas cosas que necesitaría para el camino.
El peso era mi obsesión. No quería cargar la mochila con demasiado material, pues eso ralentizaría mi avance, pero tampoco debía de ir muy ligero ya que ello significaría que faltaban cosas que, a la larga, me harían falta. Desde un primer momento, me decidí a no llevar conmigo la tienda de campaña, sólo el saco, lo cual me libró de cargar con unos tres kilos extra.
Por fin, conseguí un peso aceptable, llevando conmigo lo necesario para tener cierta autonomía durante las 72 horas siguientes.

El viernes por la tarde, salí hacia la estación de autobuses para coger el transporte de Almería a San José… ¡pero ya había salido! (¡Viva la puntualidad “Made in Spain”!).
Mientras daba vueltas por la estación, conocí a dos chicos austriacos que, mochila al hombro, me comentaron que también habían perdido ese autobús y que, si quería, podía acompañarles a las afueras de Almería y hacer autostop, lo cual acepté.

Hacer autostop en España es algo así como reafirmar la impresión general que la gente tiene acerca de los mochileros; que somos algo así como vagabundos o estudiantes ingenuos con mucho tiempo libre.
Tras casi veinte minutos asándonos bajo el sol implacable, un coche apareció en el horizonte. Sin mucha esperanza alcé el pulgar hacia arriba… ¡Bingo! El Jeep descapotable se acercó a nosotros y, para nuestra sorpresa, vemos a dos chicas en su interior.
Unas breves presentaciones, indicaciones de hacia dónde vamos… Uno de los chicos murmulla algo en alemán y obtiene respuesta en el mismo lenguaje, por lo que aparece en su rostro una sonrisa de oreja a oreja: Al parecer, Almería está llena de viajeros austriacos.

Llegamos a San José y paramos a tomar algo en una de las terrazas de la calle principal. Entonces, conversando acerca de cuáles eran los lugares de visita obligada de la zona, les hablé de la caldera volcánica de Níjar, un monumento natural en el que nadie repara, a pesar de ser gigantesco, pero quizá esto se deba a que está alejado del Cabo de Gata.
Como se me estaba haciendo tarde para buscar un lugar donde dormir en el saco, me despedí de ellos, no sin antes haber acordado encontrarnos por la mañana para ir a visitar el volcán.

Partí de San José en dirección a la Playa de los Genoveses con la intención de pasar allí la noche, pero me invadían las dudas ya que durante el verano es cuando más vigilancia hay por aquéllos lares, y no está el bolsillo como para pagar multas.
Salí a la luz de entre los pinos y me encontré con un paisaje idílico: La kilométrica playa de arenas blancas bañada por el mar en calma invitándome a darme un baño.
Instalé el campamento junto al blocao (un pequeño búnker de hormigón) cercano al pinar, organicé todo un poco…. y salí disparado hacia el Mediterráneo para que éste me recibiera dispuesto a que yo rompiera su calma.

Dormí bajo las estrellas sin que nada ni nadie me molestase a lo largo de la noche. Al levantarme, me preparé un desayuno ligero de cara al mar antes de partir hacia el punto de reunión en San José.
El sol seguía ascendiendo, surgiendo de las aguas, pero el calor empezaba ya a notarse.
Me encontré con los cuatro austriacos en la parada del autobús y, una vez dentro del Jeep, salimos del pueblo y, atravesando la zona de invernadero de Campohermoso, llegamos a la entrada de Níjar, en la cual nos desviamos para coger un pequeño camino de tierra que nos condujo hasta la misma base de la caldera volcánica.

La caldera volcánica de Níjar es impresionante. Se trata de un cráter perfecto tan enorme que, visto desde la autovía cercana, parece una sierra más con las típicas montañas bajas de esta parte de Almería. Lo único que llama la atención es una serie de aberturas en forma de V que dan acceso al interior del volcán. Por donde hace milenios la lava era expulsada del interior de la tierra, ahora se puede entrar andando sin temor alguno.
Anduvimos por la parte exterior del cráter un buen rato hasta que decidimos bajar al interior de éste y observar las formaciones rocosas que florecen allí. El suelo está salpicado por cientos de pequeñas rocas negras, algunas con un mineral translúcido parecido al yeso adherido a ellas.
El grupo estaba impresionado por la espectacularidad del paisaje. Nos costaba asimilar el estruendo, el calor, los temblores que sufrió la zona miles de años atrás, ahora en silencio.
Es la cuarta o quinta vez que visito aquél lugar y, cada vez que regreso, más difícil se me hace pensar en por qué no se promociona de manera alguna un monumento natural tan sorprendente.
Tras el paseo por el cráter, nos dirigimos al pueblo de Níjar para recorrer sus calles de casa blancas e interesarnos por las obras de sus artesanos, hábiles con el barro, los tejidos y el esparto.
Decidimos comer allí y, mientras estábamos a la mesa, recibí un mensaje de David, un couchsurfer alicantino con el que había charlado el día anterior para aconsejarle qué lugares del Cabo de Gata merecían una visita obligada.
Tras un breve intercambio de mensajes, David y yo quedamos para vernos en la Isleta del Moro y salir a dar una vuelta por El Playazo y Las Negras.
Me despedí de mis compañeros austriacos en San José, cogí un bus y llegué a la Isleta del Moro para conocer a otro compañero de viaje.



Panorámicas del exterior y el interior del cráter de Níjar.

La Isleta del Moro.

David, un alicantino en busca del viento para poder practicar kitesurf, y yo nos dirigimos entonces hacia El Playazo a bordo de un desvencijado Opel Astra.
Una vez allí, pudimos constatar que el número de turistas en aquélla playa era algo menor a lo que ambos habíamos visto en San José y Mónsul a lo largo del día.
Decidimos hacer una pequeña ruta hasta Las Negras, así que nos pertrechamos con lo justo para la excursión y partimos del lugar bordeando el castillo (convertido ahora en propiedad particular) que desde hace siglos vigila aquélla zona costera.

Panorámica de El Playazo. Abajo, yo en el camino.
Un viento suave erizaba el mar aquí y allá, por lo que las olas rompían contra los acantilados de roca caliza, rebosante de fósiles de conchas de almejas, reminiscencias de una época pasada, cuando casi toda la provincia se encontraba bajo las aguas.
El sonido de las olas en algunas de las cuevas horadadas por el agua y el viento en la caliza me hacía pensar en los rugidos y alaridos de los monstruos que pueblan los cuentos mitológicos.
El paso, aunque tranquilo, es rápido y, en poco más de media hora, llegamos a Las Negras, cuya silueta blanca se recorta contra un suelo oscuro de origen volcánico.
Tras unas cuantas fotografías y un pequeño descanso, volvemos hacia El Playazo, donde cogeríamos el coche para llegar hasta el pueblo.
De allí a la Cala de San Pedro distan unos cuantos kilómetros que sólo se pueden recorrer a pie en poco más de una hora.


Los acantilados calizos.

El shock sigue siendo muy grande, devastador e, incluso, triste en algunos momentos.
Poco o casi nada tienen que ver aquéllas calles con las que yo recorría de pequeño, cuando veraneaba en Las Negras con mi familia.
El pueblo por el que yo jugaba entonces era minúsculo, con unas cuantas casas apiñadas frente a la playa rocosa y otras más desperdigadas por las cercanías. Ahora, todo está dominado por la blanca uniformidad de las urbanizaciones. El ladrillo ha devorado el espíritu y el encanto que reinaban en el lugar, uno de los últimos refugios de la arquitectura tradicional de la zona.
Bares caros, cientos de casas de reciente construcción… Hasta un centro comercial.
En fin, una conquista más del imperio del ladrillo.

Tras dejar el coche aparcado al comienzo del camino de tierra y preparar nuestros equipos, David y yo partimos hacia uno de los lugares más emblemáticos y mágicos del Cabo de Gata: La Cala de San Pedro.
La caminata se hace amena por la conversación, por lo que el ritmo es bastante bueno y no siento cansancio por el peso que llevo a la espalda.

¿Cómo describir la Cala de San Pedro? ¿Cómo plasmar en unas torpes palabras la atmósfera que allí reina y se respira?
“Es como preguntarle al cielo qué ve”.
Se trata te una playa a la que sólo es posible llegar por mar o tras casi una hora de camino desde Las Negras, bajando por un camino estrecho moldeado año tras año por la gente que lo transita. No hay barreras ni cualquier elemento de seguridad; a un lado tienes la montaña y al otro, un impresionante barranco que da una costa abrupta salpicada de rocas.
Aun así, no se trata de un camino técnicamente complicado ni nada de eso; es, simplemente, una vereda marcada en la ladera de una montaña caliza.

Una vez acabado el descenso, tras dejar atrás una fuente de agua potable y los restos de una torre vigía rodeada por una pequeña zona boscosa (matorral más que nada), se llega a una playa de arena fina flanqueada por paredes de roca a ambos lados y que, a su vez, encierran el mar en una especie de cabo en miniatura.
Durante el día, la Cala de San Pedro es un mundo en miniatura donde conviven diferentes modos de ver el mundo: Hippies, neo-hippies, jóvenes aventureros…
Todos se mezclan por la noche y el ruido de sus instrumentos y el sonido de sus cánticos resuenan por todo el lugar y se alzan hacia las estrellas: Un remanso de paz en mitad de un lugar espectacular.
La Cala de San Pedro desde el camino.

Allí llegamos David y yo algo cansados por la caminata y por el ajetreo del ir de un lugar a otro casi sin pausa, pero disfrutando cada paisaje.
Nada más llegar, me lancé al agua. Bajo mis pies, arena. El cielo azul oscureciéndose sobre mí. Desde la playa me llegaba el sonido de una guitarra rasgando el aire.
“El Paraíso”, me dije.
Al volver a la orilla, me cruzo con dos mujeres semidesnudas que canturrean en la arena y que se mueven descalzas por entre las piedras, donde alguien lleva años construyendo una columna de rocas tras otra. En algunas de las piedras, caras esculpidas me recuerdan las máscaras africanas que venden en algunas tiendas de moda.
David salió a dar una vuelta y, para cuando regresa, ya casi es de noche y yo tengo mi saco de dormir extendido sobre la arena. Charlamos durante un rato y, tras deleitarme escuchando las canciones de un grupo de jóvenes, decido que es hora de dormir.

Rocas y esculturas en la orilla.

Antes de acostarme, echo un último vistazo al lugar; aquí y allá las fogatas iluminan grupos de gente en torno a ellas. No hace frío, pues todo está lleno de calor humano.

Por la mañana, y tras intentar retrasar el momento de la partida durante unas horas, nos ponemos en movimiento. David y yo decidimos regresar a San José, ya que yo había quedado allí con dos alemanas couchsurfers para el camino de vuelta a Almería.

San José, un lugar encantador durante el invierno, pierde todo su encanto durante el verano. Cientos de bañistas, niños chillones y sombrillas que apenas dejan un hueco en la orilla del mar son el motivo de ello, pero, en fin, el lugar vive de ello y es mejor eso que parecer un desierto.
Tras almorzar, fuimos a la playa y tomamos el último baño (al menos para mí) antes de volver a casa. Después, nos pusimos a resguardo del sol a la sombra de unas palmeras, donde dormité durante una hora o así, hasta que recibí una llamada de una de las alemanas, las cuales ya estaban allí y con las que departimos un rato.
David se despidió de nosotros y se encaminó hacia el albergue, donde se quedaría unos días más, y las chicas y yo regresamos en coche a Almería apenas media hora después de que él se fuera.

Las normas básicas de la Cala de San Pedro.

Una vez en casa, abrí el grifo, me recosté sobre la bañera y dejé que el agua fría fuera subiendo y subiendo hasta que me cubrió casi por completo. Mantuve los ojos cerrados mientras el nivel del agua iba subiendo y, cuando por fin los abrí, sólo pude observar el techo. No había música ni gente frente a las hogueras.

2 comentarios:

  1. Buenas.
    Estudio en Almeria y conozco casi todos los sitios de los que has hablado en este post. Ahora los he visto desde otro punto de vista con la experiencia que has contado, que me ha parecido muy buena.
    1saludo'¡.

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  2. Muchas gracias Miguel.
    La verdad que el Cabo de Gata, por mucho que uno crea conocerlo, siempre tienen rincones que te pueden sorprender.
    Espero visitar pronto algunos de estos enclaves para darlos a conocer.

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